¿Qué es la dignidad? (Ilya Ehremburg)
Querid@s amiguit@s, no me resisto a transcribir cuasi íntegro un capítulo de 'España, república de trabajadores', escrito en 1932 por el gran periodista y escritor Ilya Ehrenburg (1891 - 1967).
Allá quien no sepa llegar hasta el final.
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¿QUÉ ES LA DIGNIDAD?
Tengo la pluma áspera y muy mal carácter. Estoy acostumbrado a escribir de todos esos fantasmas, tan viles como miserables, que gobiernan nuestro mundo. De los Kreigers imaginarios y los Olsons vivos. Conozco bien la pobreza humillada y envidiosa. En cambio, no encuentro palabras para cantar como se merece la pobreza noble de España, la de los campesinos de Sanabria, la de los jornaleros de Córdoba y Jerez, la de los obreros de San Fernando y Sagunto, la de los desamparados que en el Sur cantan canciones lastimeras, la de los pobres que en Cataluña bailan las gentiles sardanas, la de los que, desarmados, hacen frente a la Guardia civil, la de los que se hacinan ahora en las cárceles republicanas, la de los que luchan y sonríen, la del pueblo, en fin, pueblo severo, valiente, cariñoso. España no es Carmen, ni los toreros, ni es Alfonso, ni Cambó, ni la diplomacia de Lerroux, ni las novelas de Blasco Ibáñez, ni todo lo que el país exporta al extranjero junto, revuelto con los chulos argentinos y el "málaga" de Perpiñán. No, España son veinte millones de Quijotes andrajosos y un montón de rocas estériles, aliado todo con una amarga injusticia. España es las canciones tristes como el murmullo del olivo seco, el zumbido de los huelguistas entre los cuales no hay un solo esquirol. España es la bondad innata, el amor al prójimo, la caridad. España es un gran país que supo conservar el ardor juvenil a pesar de todos los esfuerzos que hicieron para apagárselo los inquisidores, los parásitos, los Borbones, los caballeros de industria, los pasteleros, los ingleses, los matones, los mercenarios y los chulos blasonados...
Los campesinos y obreros españoles son psicológicamente mucho más delicados que los más finos moradores de las capitales europeas. La exhibición humana, esa bajeza obligatoria de nuestra vida contemporánea, les repugna. No miran, no disputan; acuden en auxilio del necesitado llanamente, como por casualidad. En España no existe el subsidio del Estado para los obreros sin trabajo. El ministro del Trabajo, socialista, está demasiado ocupado con estadísticas y proyectos. Mientra tanto, el número de los parados va en aumento. ¿De qué viven los obreros que no trabajan? Viven gracias a la ayuda de sus compañeros, que de su mísero jornal ceden siempre un poco para los que aún son más desgraciados que ellos. En Barcelona, los pisos son espaciosos y los salarios muy bajos. Por eso viven varias familias en cada piso. Los que trabajan reparten con los parados. En las aldeas de Extremadura, el jornalero da la mitad de su pan al compañero sin trabajo. Y esto se hace callando, sin que nadie se entere. En Madrid, los señoritos se preguntan asombrados: "¿Cómo no se han muerto ya de hambre los sin trabajo?" Para sacar a un burgués de Berlín cinco marcos para la sopa de los pobres hay que mentarle la Biblia y a Brünning, hay que halagarle:"Tiene usted un corazón noble", hay que prometerle. "Contaremos en el periódico su rasgo generoso", hay que echar mano de la filosofía: "Si no tienen ni una mala sopa, empezarán a asaltar las tiendas..." Lo extraño es que un tipo de esta clase y un campesino de la aldea de Olivenza que mantiene a la familia de un compañero sin trabajo, ocultando su sacrificio incluso a los vecinos, puedan designarse con la misma palabra arcaica: "hombre".
"Un duro". Esta palabra hace latir violentamente los corazones de todos los funcionarios de Madrid, de todos los viajantes de Barcelona; pero los aldeanos y los obreros españoles son indiferentes al dinero. Las grandes carreteras no acabaron aquí con la hospitalidad. El campesino francés jamás deja entrar en su casa a un forastero. Si le ofrece un vaso de vino, ya es una taberna, y por tanto exigirá lo que ese vaso de vino valga en la ciudad más próxima. Si obsequia con queso, es que ha leído en la gacetilla local que ese queso es la especialidad de la región y muy rebuscado por los parisienses. El turista puede entrar en cualquier cabaña desde Galicia hasta Almería; en todas le recibirán con una sonrisa acogedora. Le darán cuanto tengan: pan, hortalizas, fruta. Si ofrece dinero, producirá confusión, a veces ofensa. Quisimos pagar unas manzanas a un habitante de Sanabria. Para él una peseta es una suma considerable. No tiene con qué comprar ni sal ni aceite. Pero miró nuestra moneda y se indignó. El sonido de la plata no ahoga todavía en sus oídos la voz humana. Otro aldeano, cerca de Murcia, nos trajo al auto un puñado de naranjas. No era un aldeano rico; era un pobre viejo que poseía unos cuantos árboles y trabajaba para su vecino por tres pesetas diarias. Sin embargo, rehusó el dinero sencilla y majestuosamente. Una mendiga en Granada me ofreció un pedazo de morcilla de cebolla. En Algeciras un limpiabotas me regaló un cigarrillo. Un golfillo desharrapado de Madrid me obsequió con un caramelo y una sonrisa. Toda esta gente sabe que una sonrisa es más importante para el hombre que una peseta.
"Un duro". Esta palabra hace latir violentamente los corazones de todos los funcionarios de Madrid, de todos los viajantes de Barcelona; pero los aldeanos y los obreros españoles son indiferentes al dinero. Las grandes carreteras no acabaron aquí con la hospitalidad. El campesino francés jamás deja entrar en su casa a un forastero. Si le ofrece un vaso de vino, ya es una taberna, y por tanto exigirá lo que ese vaso de vino valga en la ciudad más próxima. Si obsequia con queso, es que ha leído en la gacetilla local que ese queso es la especialidad de la región y muy rebuscado por los parisienses. El turista puede entrar en cualquier cabaña desde Galicia hasta Almería; en todas le recibirán con una sonrisa acogedora. Le darán cuanto tengan: pan, hortalizas, fruta. Si ofrece dinero, producirá confusión, a veces ofensa. Quisimos pagar unas manzanas a un habitante de Sanabria. Para él una peseta es una suma considerable. No tiene con qué comprar ni sal ni aceite. Pero miró nuestra moneda y se indignó. El sonido de la plata no ahoga todavía en sus oídos la voz humana. Otro aldeano, cerca de Murcia, nos trajo al auto un puñado de naranjas. No era un aldeano rico; era un pobre viejo que poseía unos cuantos árboles y trabajaba para su vecino por tres pesetas diarias. Sin embargo, rehusó el dinero sencilla y majestuosamente. Una mendiga en Granada me ofreció un pedazo de morcilla de cebolla. En Algeciras un limpiabotas me regaló un cigarrillo. Un golfillo desharrapado de Madrid me obsequió con un caramelo y una sonrisa. Toda esta gente sabe que una sonrisa es más importante para el hombre que una peseta.
Los holgazanes de Madrid, sentados en sus cafés, se lamentan del amargo sino de España. Os dirán que el país perece porque los campesinos y obreros no quieren trabajar... ¡La maldita pereza heredada a través de los siglos! No hay necesidad de molestarse en desmentirlo. El mismo Madrid lo desmiente, lo desmienten la misma vida de los holgazanes, sus cafés, sus bancos, sus palacios. ¿Con qué ha sido creado todo eso? ¿Con qué, sino con la tenacidad de los campesinos, que arrancan pan de las peñas, sin abonos, sin máquinas? ¿Con qué, sino con el arte de los obreros, que en fábricas arcaicas, entre ingenieros analfabetos y gerentes ladrones, se esfuerzan en fabricar artículos para la exportación?
Es inexplicable cómo puede trabajar un jornalero de Extremadura sin más alimento que el que los médicos prescriben a los gordos ricos como "régimen de hambre", pero prohibiéndoles todo movimiento y todo esfuerzo.Los españoles trabajan activamente, pero sin la nerviosidad americana. Hasta en el trabajo conservan su dignidad. Ford instaló en Barcelona unos talleres de montaje, con su famosa "cadena sinfín"; pero los obreros no quisieron trabajar con Ford. Un obrero calificado de Barcelona cobra siete u ocho pesetas diarias. Ford paga quince, pero en su fábrica no hay ningún obrero del sindicato profesional. Sólo hay parias reclutados en el "barrio chino". Los obreros españoles aman su oficio. Son excelentes torneros, zapateros, ebanistas. En el trabajo buscan la creación. Unas pesetas más o menos no les seducen tanto como la libertad.
El derecho al descanso se considera aquí tan necesario y natural como el derecho al aire que se respira. He aquí un zapatero: ha trabajado varias horas; ahora está sentado en su puerta y escucha... Escucha cómo canta una muchacha cargada con un cántaro, escucha el rebuznar del burro, escucha el alboroto de los chiquillos. Llega un cliente. Hay que poner medias suelas. El zapatero pregunta a su mujer: "¿Tenemos comida para hoy?" Al enterarse de que tienen pan y habas, el zapatero envía al cliente a otro zapatero que está descansando. Un mozo de equipajes de Sevilla, después de llevar un baúl, recibió su propina. "Si lleva usted otro, le daré más". El maletero se niega. Para hoy ya tiene bastante. Que gane ahora su compañero. Para míster Ford, estos hombres, si no son locos, son unos criminales. No quieren trabajar porque son imbéciles. No entienden que el secreto de la vida está en el ahorro. No se preocupan del día de mañana. Entre los obreros españoles, estos tipos son corrientes. No son perezosos; tampoco son arribistas. Son gente que sabe vivir incluso pasando hambre. Los jornaleros de Andalucía contratan meticulosamente su derecho al tabaco. No quiere decir, claro está, que los obreros de Andalucía fumen puros. No tienen ni para cigarrillos. Se trata sencillamente de quince minutos de descanso, lo que se tarda en echar y fumar un cigarro. Es el derecho no sólo a trabajar para la prosperidad del señor conde o del señor marqués, sino de tenderse sobre el suelo varias veces al día, mirar a lo lejos o simplemente respirar...El valor, esa virtud histórica del pueblo español, sólo se conserva entre los obreros y los campesinos. A la primera señal de peligro, el rey huyó al extranjero. Los generales, héroes de la guerra marroquí, mueren viejos en los lechos caseros. Los patriotas de Cataluña juran que están dispuestos a morir por la patria, pero lo que en realidad hacen es ganar dinero negociando con Madrid. Antes negociaban con Primo de Rivera; ahora negocian con la República. Los periodistas organizan en los cafés conspiraciones inofensivas, pero ponen a salvo la pelleja, asegurándose con buenas relaciones. Sólo los obreros y los campesinos saben morir. Los fusilaba la Guardia civil del rey. Los sigue fusilando la Guardia civil de la República. Pero ellos saben avanzar contra los fusiles alzando las manos inermes.
Madrid. Septiembre. Una manifestación. Un comunista pronuncia un discurso subido en el zócalo de una casa. Es un obrero. Le escuchan los vecinos del barrio de Cuatro Caminos, obreros y artesanos. Suenan disparos... El orador continúa hablando. La muchedumbre continúa escuchando...
Apenas pasa día sin que los periódicos comuniquen: "En Gijón los obreros se negaron a dispersarse. Un muerto, dos heridos. En la provincia de Granada, una colisión entre la Guardia civil y los campesinos: tres muertos. En Sevilla, dos... En Bilbao, cuatro... En Badajoz, uno..."
Disparan. El obrero sigue hablando. Los demás siguen escuchando. Una vieja canción española canta el valor. Pero eso era antaño, cuando la temeridad loada por los trovadores no se reducía todavía a los torneos celebrados en honor de esta o aquella dama o en homenaje al rey. La vieja canción española dice: "Mi ornato son las armas, mi descanso es la pelea, mi lecho las piedras, mi sueño siempre el velar..." Esta canción tienen derecho a cantarla hoy no los salteadores de la guerra de Marruecos, ni los héroes de la República que negociaron con Alfonso su viaje de Madrid a París; tienen derecho a cantarla los campesinos y los obreros, los sindicalistas y los comunistas. Verdad es que no tienen aún armas con qué "adornarse". En cambio, hace tiempo que su lecho son las piedras duras, y amando el descanso muestran ahora que su "descanso" puede resultar muy peligroso para el sueño mullido de la República.
Madrid. Septiembre. Una manifestación. Un comunista pronuncia un discurso subido en el zócalo de una casa. Es un obrero. Le escuchan los vecinos del barrio de Cuatro Caminos, obreros y artesanos. Suenan disparos... El orador continúa hablando. La muchedumbre continúa escuchando...
Apenas pasa día sin que los periódicos comuniquen: "En Gijón los obreros se negaron a dispersarse. Un muerto, dos heridos. En la provincia de Granada, una colisión entre la Guardia civil y los campesinos: tres muertos. En Sevilla, dos... En Bilbao, cuatro... En Badajoz, uno..."
Disparan. El obrero sigue hablando. Los demás siguen escuchando. Una vieja canción española canta el valor. Pero eso era antaño, cuando la temeridad loada por los trovadores no se reducía todavía a los torneos celebrados en honor de esta o aquella dama o en homenaje al rey. La vieja canción española dice: "Mi ornato son las armas, mi descanso es la pelea, mi lecho las piedras, mi sueño siempre el velar..." Esta canción tienen derecho a cantarla hoy no los salteadores de la guerra de Marruecos, ni los héroes de la República que negociaron con Alfonso su viaje de Madrid a París; tienen derecho a cantarla los campesinos y los obreros, los sindicalistas y los comunistas. Verdad es que no tienen aún armas con qué "adornarse". En cambio, hace tiempo que su lecho son las piedras duras, y amando el descanso muestran ahora que su "descanso" puede resultar muy peligroso para el sueño mullido de la República.
Más:
http://www.filosofia.org/hem/dep/lah/ora0104.htm
Etiquetas: ¿Amnesia?, Capitalismo, Hespaña, Historia, Semilleros
1 Comentarios:
simplemente fantastico
espero que todavia inspire a mucha gente
gracias
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